“¿Puede ser la fe algo racional y sin nada que temer a los hechos de este mundo?”
Resumen de la ponencia realizada por el filósofo Alfonso Ropero, organizada por Delirante en la Universidad Autónoma (Madrid) y en el Colegio El Porvernir con el título: ¿Está muriendo la fe?
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“¿Puede vivir la fe de un modo creíble, racional, sin nada que temer a los hechos ni a las verdades de este mundo?”, o dicho en términos clásicos, ¿hay razones para seguir creyendo?
Las preguntas nacen orientadas, y de algún modo esconden la respuesta en su mera formulación. Nos gusta el catastrofismo, sentir esa intrigante sensación de estar viviendo en los últimos tiempos; en el fin de la historia. Con nosotros, que somos más listos y más guapos, nos creemos que la historia entra en una nueva fase. Cada generación ha pensado eso de sí misma. Pero la fe siempre ha estado amenazada por la incredulidad, por la no fe, o la fe en otros conceptos, ideologías o credos.
Para acercarnos a este asunto, vámonos de viaje…
Tracemos un hilo conductor que nos lleva a la situación presente. Ese hilo conductor nos lleva al siglo XVII, a la Ilustración, a esa generación de pensadores que dominaron el panorama cultural y filosófico de la modernidad. Se dijo que la razón, no la autoridad, ya sea la del Papa o de la Biblia, es el último criterio de lo que se ha de tener por verdadero o falso. El rumor de los enciclopedistas franceses convertido en dogma de que la religión era producto del engaño de los sacerdotes para poder controlar al pueblo mediante el temor. Era una idea redonda y fácil de comprender por las masas. La sospecha religiosa se extendió por todas las capas de la sociedad. El marxismo da por buena la hipótesis ilustrada del origen de la religión y añade un nuevo punto de inquietud y desconfianza: la religión es el opio del pueblo, mantiene al pueblo en la esclavitud al capital justificando la explotación de los pobres con una vana promesa de felicidad en el más allá. El pensamiento marxista dominó el pensamiento universitario durante décadas. Decir que uno era cristiano era convertirse en objeto de miradas conmiseración, en unos casos, y de rechazo en otros.
Por si fuera poco, después de haber minado el fundamento doctrinal de la fe con la piqueta de la razón, y haberse adueñado de la esperanza de las masas no en base a la promesa de un mundo mejor en compañía de Dios en la eternidad celestial, sino del partido y de la acción social en pro de un futuro mejor en esta tierra, el último reducto que parecía quedar a la fe, el de la experiencia y del sentimiento, saltó por los aires cuando la psicología profunda, el psicoanálisis elevó a categoría de sospecha generalizada la fe vivida como una ilusión; no tanto un engaño orquestado por los sacerdotes, como habían dicho los ilustrados, sino el producto del deseo insatisfecho.
La fe, se decía, no es un engaño ni un delirio, simplemente, una ilusión procedente del deseo humano destinada a desaparecer y ser sustituida por la ciencia. “Una ilusión no es lo mismo que un error ni es necesariamente un error”, la creencia aparece engendrada por el impulso que busca satisfacer un deseo. En 1932 se publicó una novela que aupó a su autor a la fama mundial, que todavía perdura. Me refiero a Un mundo feliz, de Aldous Huxley que ha inspirado un montón de películas futuristas. En un diálogo sostenido por dos de los personajes principales, el inspector Mustafá Mond y el Salvaje, representando del mundo antiguo, el primero aclara al segundo: «Antes había algo que se llamaba Dios, previo a la Guerra de los Nueve Años”. “Dios —continúa diciendo Mustafá Mond— no es compatible con las máquinas y la medicina científica y la felicidad universal. Hay que escoger. Nuestra civilización ha escogido las máquinas y la medicina y la felicidad”. Como si Huxley hubiera visto nuestra época con anticipación, dice que el consuelo antes provisto por Dios y la fe, es concedido ahora por una sustancia llamada soma. Compárese con el consumo cada vez más elevado de “pastillas de la felicidad”, prozac, tranquilizantes, antidepresivos. Invirtiendo la frase de Marx, “la religión es el opio del pueblo” Huxley dirá en Brave New World que “el soma es la religión del pueblo”. Siempre queda el soma para evadirse de la realidad… Antaño solía podían lograrse estas cosas realizando un gran esfuerzo y tras años de disciplina moral. Ahora se traga uno dos o tres tabletas de medio gramo y se acabó. Todos pueden ser buenos ahora. Pueden llevar consigo, en un frasquito, la mitad cuando menos de su moralidad.”[1]
Conexo con el fenómeno de la «muerte de Dios» surge en los años 80 el llamado postcristianismo. Parece que nuestros intelectuales tomaron gusto por los post. No sólo se habla de postcristianismo, sino también de postfilosofía, de postmarxismo, de postcapitalismo, de postliberalismo, y del que parece estar de moda, postmodernismo. Este prefijo evoca de modo casi inevitable la idea de un acabamiento, un derrumbamiento, una catástrofe.
Dios no ha muerto, y su resurrección, por decirlo así, parece venir esta vez, no de la mano de los teólogos sino de los científicos, e incluso de los filósofos. Tal vez porque los mismos herederos de la Ilustración y los instruidos en la sospecha de lo religioso se han dado cuenta que, si en un principio la supresión de Dios aparecía como condición de la redención del hombre, a la postre la muerte de Dios ha favorecido el progreso del antihumanismo teórico y la disolución y casi desaparición del hombre en la sociedad. “El olvido de lo divino corroe el valor que damos a nuestra propia imagen, al privarle de un referente objetivo de altura y de un modelo ideal”.
Para Horkheimer y Adorno los bienes culturales de la sociedad capitalista se convierten en mercancías, producidas por el mercado y dirigidas al mercado, que producen aburrimiento, conformismo y huida de la realidad. La industria cultural nos ha introducido en un mundo de falsas necesidades. La libertad se convierte en una mera elección entre productos o marcas sin apenas diferencias más allá de los reclamos publicitarios que las avalen. Esta industria moldea los gustos y preferencias e incita al consumo y a la integración en el orden social existente, mediante la creación de estereotipos estandarizados que sólo buscan el beneficio y el éxito de audiencia. El desarrollo tecnológico deshumanizado conduce a la falta de ideales de la sociedad y reducen la circulación del conocimiento a través de los espacios de ocio. Por esta razón, otro de los grandes analistas de nuestra época, Erich Fromm, afirma que la pregunta sobre la muerte de la fe, o la muerte de Dios, tenía que plantearse de una manera diferente: ˝¿Ha muerto el concepto de Dios o ha muerto la experiencia a la que alude el concepto y el valor supremo que ella expresa?” Si lo que queremos significar es la muerte de la experiencia de Dios, entonces sería mejor que planteáramos la pregunta de si el hombre ha muerto. Parafraseando a Jesucristo: “Si ya no sois capaces de tener experiencia de vuestra propia humanidad, como vais a tener experiencia de Dios” (cf. Juan 3, 12).
En algunos centros cristianos conservadores se tiende a ver el postmodernismo como un desafío a la fe cristiana, sin comprender que la pugna de la crítica postmoderna es con la modernidad de corte ilustrada. El punto de partida de la discusión postmoderna es, en general, la crisis de los mitos centrales de la modernidad: la razón, la ciencia, el progreso y la democracia. Para los primeros teóricos del postmodernismo, la postmodernidad es la época en la que ya no se cree que haya una sola respuesta «racional» y «científica» para cada pregunta, cayendo así en el mito de una modernidad regida única y exclusivamente por la razón técnica.
La experiencia religiosa no es un fenómeno negativo, como algunas escuelas de psicología se aventuraron a decir, sino un conjunto de valores y exigencias que representan la irrenunciable creencia humana en el sentido de la vida, en el triunfo último del bien sobre el mal. El genial polemista y escritor inglés G. K. Chesterton al relatar su conversión al cristianismo afirma que sólo la fe cristiana puede salvar al hombre de la destructora y humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo, sujeto de las modas. Esto significa que una persona, al convertirse, crece y se eleva hacia el pleno humanismo. Juzga las cosas del modo como ellas conmueven a la humanidad, y a todos los países y en todos los tiempos; y no sólo según las últimas noticias de los diarios. Teorías, movimientos, modas, políticas y filosofías van y vienen destruyéndose mutuamente, pero la persona que tiene fe, y a que a veces se siente amenazado de muerte, puede decir confiado: “Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, pero tú permaneces” (Hebreos 1, 10-11)
Dios, decía Xavier Zubiri, es fundamento impelente, el que nos impulsa a ser cuando estamos tentados a desfallecer o la vida nos aprisiona. Por eso, Dios, rectamente entendido, es el valor que infunde el coraje de ser (Paul Tillich), de agarrarse a la vida con uñas y dientes, de no claudicar de nuestra humanidad frente a amenazas y chantajes y la última amenaza de la muerte.
De modo que Dios no es un problema filosófico sino un problema personal, no es la conclusión de un razonamiento, sino la respuesta a una búsqueda de vida, de libertad, de amor, de justicia, de sentido. En esta búsqueda, a veces el concepto que los hombres se han hecho de Dios, aunque se trate de teólogos cristianos, no es válido, y por eso ha sido rechazado justamente por ateos y escépticos, porque el Dios que impide el progreso humano o pone en peligro su libertad no existe. Pero los conceptos no son la realidad, sino intentos mejorables de aprehender el ser que indican.
La experiencia de lo divino, sin embargo, no engaña, cuando es experiencia desde nuestra humanidad, porque el problema de Dios no es independiente del problema del hombre, de sus ansias y de sus anhelos.
La crisis del hombre y su humanidad no es ajena a la crisis de Dios. Quien no reconoce su propia humanidad, difícilmente va a reconocer la llamada divina a ser hijo de Dios que se basa en esa humanidad. El rechazo de Dios es, en muchas ocasiones, el rechazo de uno mismo, de lo mejor de sí. Hemos llegado a un punto que el hombre moderno está descubriendo que no es Dios quien limita al hombre, sino que el hombre se limita a sí mismo, emprobreciendo su experiencia de la realidad en un cerrado narcisismo hedonista dictado por los caprichos del mercado.
Los hombres siempre han corrido el riesgo de pensar que lo que ellos han hecho es más maravilloso e importante que lo que ellos son. Hemos investigado e inventado tantas cosas que no parece que haya nada fuera de nuestro alcance. La tarea de la fe cristiana es decirle al hombre que más importante que sus obras o sus posesiones, es su ser, la afirmación de su vida.
Se sabe por la Biblia, que a cada momento creativo Dios le pone el sello de su aprobación: “Llamó Dios a la parte seca Tierra, y a la reunión de las aguas llamó Mares; y vio Dios que esto era bueno… Hizo Dios los animales de la tierra según su especie, el ganado según su especie y los reptiles de la tierra según su especie. Y vio Dios que esto era bueno” (Génesis 1: 10, 12, 18, 21). Solamente cuando hubo creado al hombre dejó de decir “es bueno”. Según una leyenda hasídica, Dios no dijo que era bueno, porque el hombre había sido creado como un sistema abierto, concebido para que creciera y se desarrollara, y no estaba acabado, como lo había estado el resto de la creación.
El hombre es el ser que constantemente sale de sí mismo y va más allá de sí mismo, porque es un ser que no está acabado, es un proyecto. La vida le ha sido dada, pero no le ha sido dada hecha. Todo ser viviente anda a la busca de algo, se mueve hacia algo, anda desasosegado, porque tiene como vacío que tiene que llenar. Los cristianos le llaman Dios, y el corazón no descansa hasta que no descansa en ese Dios. La medida del hombre no es el hombre en sí mismo, con su pasión y orgullo, su codicia y su ceguera, sino el hombre esencial, el que se entiende como un proyecto divino, un ser no para la muerte, la libido, o la economía, sino un ser para la gloria, la bondad y la justicia. Por eso tiene que elegir, tiene que escoger entre una vida realizada o una vida malograda. Lo dijo Nietzsche, la elección fundamental para el hombre es entre el crecimiento y la decadencia. Y milenios antes que él, el autor sagrado decía: “Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal… Escoge, pues, la vida para que vivas” (Deuteronomio 30:15,19). ¿Está muriendo la fe? No más de lo que está muriendo la humanidad. En tanto en cuanto haya personas dispuestas a apostar la vida la fe tendrá un lugar permanente en el concierto de las decisiones humanas.
Alfonso Ropero es autor de numerosos libros y ensayos filosóficos. Máster en Teología y Doctor en Filosofía. Fue profesor de Filosofía en la Universidad San Anselmo de Canterbury. Ha sido redactor de revistas y ha dado conferencias en diversos países de Europa y América. Conferencias organizadas por Delirante en la Universidad Autónoma de Madrid y Colegio El Porvenir el 5 de abril de 2006
[1] A. Huxley, Un mundo feliz, cap. XVII.
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