GANADOR DEL I CERTAMEN DELIRANTE DE RELATO CORTO EROTICO-BÍBLICO
Por Íñigo García-Moral
Hoy nos iniciaremos en el estudio de la figura humana. Saquen sus cuadernos de dibujo y los carboncillos. Llevaba solo tres meses en la academia. Había dejado el instituto con permiso de sus padres y había empezado la que era su pasión desde niño, desde que su padre lo llevó a una exposición en un museo cuyo nombre no podía recordar.
Cuando vio que una figura femenina embatada en azul se acercaba a un diván situado en el centro de la sala, ocupando el podio que durante semanas habían dominado jarrones, figuras de terracota y naturalezas muertas, se sintió ligeramente inquieto. La mujer caminaba silenciosa y se detuvo ante el diván.
Todas las respiraciones quisieron interrumpirse para concentrar la atención de sus dueños en lo que parecía, en aquel momento, una tarea mucho más trascendental. La dama comenzó a soltarse el cinturón que cerraba la bata y, de repente, como queriendo causar el efecto que realmente produjo, la bata cayó delicadamente a sus pies. Ante los ojos atónitos de todos aquellos estudiantes, se mostró la espléndida desnudez de una mujer en la plenitud de su juventud, hermosa como el aire es hermoso.
Aquella acción, evidentemente estudiada, hizo que todos los que la rodeaban se dieran cuenta de pronto, como si acabaran de nacer, como si hubieran aterrizado desde un lejano y frío planeta, que la vida es bella, bella como el agua y como aquella mujer que, con una inocente picardía, les invitaba a respirarla con avidez. Ninguno de ellos lo sabía y nunca llegaría a leer que Aristocles, el de las anchas espaldas, afirmaba que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido y que el amor provocado por la hermosura corporal es la llamada de otro mundo para despertarnos, desperezarnos y rescatarnos de la caverna en la que vivimos. Pero no importaría mucho, porque acababan de descubrirlo.
Entonces ella, cuya mirada lánguida se posó lentamente en casa uno de los presentes, invitadora, se tumbó parsimoniosa sobre la tela roja del diván, una especie de chaise longue que sólo en aquel momento y sólo para ellos, adquirió su sentido pleno. De forma que solo mucho tiempo después pudo comprender, en aquel momento, su mente se desembarazó de toda la turbiedad adolescente y una inocente ingenuidad, infantil y varonil al mismo tiempo, vistió sus ojos para mirar y admirar aquel hermoso cuerpo.
Descubrió, como aquel inglés de nombre impronunciable, la doctrina más secreta de que los placeres, aun los mentales, son rasgos de gloria que alcanzan nuestra sensibilidad.
Los dedos del pie, redondos y juguetones se movían mientras el resto del cuerpo permanecía quieto, esperando que los ávidos ojos de los estudiantes lo tradujeran al papel. Le recordaban a los famosos de Josefina, los que el Gance había presentado en un magistral primer plano, incomprensiblemente desechado en el montaje final. Fue ascendiendo poco a poco, con el detenimiento necesario de todo artista que se precie de serlo. Las pantorrillas se mostraban firmes, y cubiertas, como el resto del cuerpo, de un fino vello rubio que en aquel momento se erizó como la nuca de todos los artistas. Las rodillas, redondas y bien cubiertas abrían el paso a unos muslos finos como los que cantó Lugones, efervescentes y luminosos. La cadera y la cintura parecían bailar una armoniosa danza de movimientos sensuales que invitaba a esconderse en ellas.
En el justo centro, como un minúsculo sol alrededor del cual giraban vertiginosos los planetas, cuyas órbitas coincidían con ávidos ojos, todos pudieron ver un ombligo, redondo y ligeramente hundido, oscuro y prometedor, diminuto. El vello se espesaba ligeramente a su alrededor y obligaba a suspirar, sumido en evidentes sueños inconfesables, a todo aquel que alcanzara a vislumbrarlo entre las brumas de su propia confusión. La redondez del pecho parecía acunar los delirios mentales que no se atrevían a salir por los carboncillos. El cuello se doblaba suavemente hacia atrás, descendiendo suave hacia los hombros. La nuca prometía un sabroso bocado y el cabello, rubio rojizo rodeaba un rostro pleno, múltiple en color y suavidad, vivo e inquietante, un rostro que Leonardo, sin saberlo, hubiera querido pintar.
Y de pronto, la modelo levantó el brazo derecho para apoyarlo negligentemente en su cabeza y él descubrió esa doble curva suave y misteriosa, delirante, donde duermen el sueño y el ensueño, que explicaba la vida, el arte, la sed de amor, el perfume de las flores, el color, la fragancia de las estaciones, … y se sintió revelado ante ella.>