viernes, octubre 18, 2024

Paso 12 ¿Qué hago cuando La Biblia es AMBIGUA?

Cómo leer lo más difícil de La Biblia. Paso 12 de 15

En el anterior artículo hablamos de cómo comprender los relatos bíblicos que se contradicen entre sí. En este nos asomamos a otra característica que puede resultar problemática cuando leemos La Biblia: La ambigüedad.

Según el diccionario, la ambigüedad se define como el comportamiento, hecho, palabra o expresión que puede entenderse o interpretarse de diversas maneras (RAE). Como Peter Enns apunta[1], debemos tratar de comprender los verdaderos propósitos de cada escrito bíblico y alinear nuestras expectativas con cada uno de ellos, no al contrario. La Biblia es muy antigua, en ocasiones ambigua, y recoge puntos de vista que no siempre coinciden al 100% entre sí ¿Y por qué está ahí la ambigüedad? ¿Por qué ciertos asuntos no son más claros y concretos?

La ambigüedad -aunque sorprenda a algunos creyentes- posee una intención didáctica muy constructiva. Determinada ambigüedad permite que muchas enseñanzas puedan adaptarse a nuestros contextos de forma más pertinente que desde un copia/pega de versículos que escogemos a la carta para satisfacer nuestros deseos de forma que no siempre nos convienen. Pero gracias a determinada ambigüedad podemos discernir con sabiduría qué intenciones constructivas y atemporales pudieran albergarse incluso en los relatos más chocantes y extraños de La Biblia.

Para afirmar que La Biblia es verdadera debemos hacernos una pregunta previa: ¿Qué es La Verdad en La Biblia? ¿Es un mero conocimiento intelectual contrastado? Lo cierto es que esta idea “moderna” de verdad sí aparece en La Biblia, sí. Pero, al mismo tiempo, la verdad bíblica es un concepto mucho más amplio.

La verdad entendida como aquello empíricamente verificable es solo un tipo de verdad, muy nuestra, muy dominante tras la modernidad y en estos tiempos posteriores. Este concepto reduccionista de la verdad es también característico de la apologética cristiana actual derivando, paradójicamente, en el descrédito de la Biblia misma. Pero La Biblia va mucho más allá de este concepto que hoy nos parece casi el único válido para definir en qué consiste la verdad. Entre otras cosas, los autores bíblicos van más allá de esta noción porque tenían plena conciencia de que las personas necesitamos más que datos empíricos para encontrar nuestra identidad y el propósito de la vida.

La ambigüedad de los 10 mandamientos

Fijémonos, por ejemplo, en unas instrucciones tan importantes para Israel como los diez mandamientos. Cada uno de ellos resulta más ambiguo de lo que parecen si los tomamos realmente en serio: “Honra a tu padre y a tu madre” … Muy bien, pero ¿Qué significa exactamente honrarlos? ¿Implica obedecerlos tengan ellos o nosotros cualquier edad? ¿Ingresar a mi madre en una residencia es honrarla? ¿Y qué de los distintos conceptos de honra que existen en Asia o África y que difieren de los nuestros? La ambigüedad bíblica está ahí.

Sin salir de los diez mandamientos, en otro ejemplo leemos “No codiciarás” …  Bien, pero ¿Cómo se mide la codicia? ¿Cuál es la diferencia exacta entre codicia y un deseo legítimo? Los mandamientos pueden ser ambiguos ¿Cierto? Y tienen su porqué.

La complejidad del mundo real hace que las respuestas simplistas y enlatadas que proyectamos en La Biblia pueden hacer mucho daño a personas concretas por la falta de pertinencia del versículo que aconsejamos aplicar. No olvidemos que la manera con la que respondemos ante estas ambigüedades bíblicas está filtrada desde nuestras experiencias, tradición, anhelos, temores, conocimientos, etc.

Cada realidad personal y/o comunitaria es un organismo vivo diferente entre sí. Y por eso la ambigüedad bíblica se hace a menudo necesaria. Las Escrituras no son siempre una receta para que todos la apliquen todo momento y lugar. Cada persona y situación poseen una peculiaridad única e irrepetible que demanda diferentes respuestas bajo la guía de Dios.

Otro ejemplo: El divorcio en La Biblia

Fijémonos, por ejemplo, en qué dice La Biblia acerca del divorcio. Si uno lee Deuteronomio 24 observa que Dios permite al hombre divorciarse de su mujer “si hay en ella algo censurable que no le agrade” (1-2). Pero si leemos a Jesús respondiendo a los fariseos, les dice que un hombre no puede divorciarse y casarse con otra mujer excepto en caso de inmoralidad sexual (gr. porneia. Mateo 19, 8-9). Y si vamos a Pablo, dirá que si el marido no cristiano quiere divorciarse, entonces sí se permite el divorcio. Llegados a este punto algún cristiano podría incluso decir: “Pero ¡¿Quién se cree Pablo para añadir otra cláusula de divorcio a la única que Jesús estableció?!”.

Es posible, por tanto, que un cristiano que lee La Biblia literalmente acabe confundido ante tres enfoques del divorcio que difieren claramente entre sí. Pero esta perplejidad tendría sentido si La Biblia fuese un recetario fijo. Pero no lo es.

Cada contexto y situación en la que se habla del divorcio es diferente. Cada alusión posee su propia pertinencia e interlocutores. Por desgracia, muchos pastores que han reducido las causas de divorcio a las únicas observadas en Las Escrituras han concluido no aprobar el divorcio a mujeres maltratadas, algunas incluso llegando hasta la muerte en casos reales. Tan solo porque no encontraron en La Biblia una cláusula que permitiera el divorcio por causa concreta de maltrato y violencia.

Sin duda, quien opta por estas soluciones simplistas, dañinas y enlatadas para todos se adentra en un abismo infernal en el que el resultado es todo lo contrario a lo que propone el evangelio. ¿Ofrece Dios entonces su visto bueno al divorcio?  Pues “depende” (Prov. 26, 4-5).

En el caso concreto de Jesús y el divorcio, él respondía a unos fariseos que abandonan a sus esposas en unas circunstancias muy concretas ¡Como todos los contextos! Por la literatura judía extra bíblica sabemos que no era extraño que repudiasen a sus mujeres cuando envejecían para casarse con chicas más jóvenes. Llegó un punto, incluso, en el que cualquier excusa valía para abandonarlas. Bastaba con que el guiso saliera mal para apelar a la ley (Dt. 24, 1) y repudiar a la esposa dejándola en la mendicidad.

Al rabí Akiva (nacido en el siglo I) es para muchos el rabino más influyente de la historia. A él se le atribuye la afirmación de que él repudiaría a su mujer si encontrara a otra más guapa[2]. Y si así pensaban los religiosos “más piadosos” e influyentes… ¡Imaginemos qué no haría un rabino menos amoroso por entonces! ¿Y quién iba a casarse con una débil mujer repudiada que ha perdido su vigor juvenil? Nadie. Era su fin. Y el repudio era incluso más injusto que el divorcio por el estigma que conllevaba en el gueto judío de entonces.

Explicar toda esta terrible coyuntura alargaría demasiado esta contextualización de las palabras de Jesús. Lo que sí está claro es que la injusticia de los fariseos era mayúscula. No había un sistema de Seguridad Social, ni asilos públicos dignos, ni nada similar. Todo dependía del sustento del Pater familia dejando una situación era extremadamente perversa para gran parte de las mujeres repudiadas. Este es el marco en el que Jesús denuncia tan brutal injusticia egoísta por parte de los “representantes de La Torá”. Les recuerda que cuando ellos se unieron a sus esposar llegaron a ser una sola carne en un pacto de compromiso que les obligaba a no repudiar a sus mujeres cuando les venga en gana. Y por esos

En el caso de Pablo a los corintios, es muy probable que en aquella iglesia se estuviesen dando situaciones diferentes que llevaron al apóstol a dar paz y libertad para el divorcio cuando algunos maridos pretendieron abandonarlas sin que existiera necesariamente inmoralidad sexual tal y como Jesús sí exigió a los fariseos. No olvidemos tampoco (como ya vimos en el artículo sobre la poligamia) que el matrimonio en tiempos bíblicos era algo muy, muy diferente al nuestro y que no había igualdad de derechos entre cónyuges.

En cualquier caso, la ambigüedad o falta de soluciones 100% claras “para todos igual, ayer y hoy” nos lleva a orar y buscar la guía de Dios para una contextualización pertinente en cada caso. Lo que está claro es que determinada falta de concreción no está en La Biblia para arruinar las vidas sino para salvarlas y restaurarlas.

Las Escrituras sí nos dará principios dados por Dios para perdonar, para convivir, para amar y muchas otras indicaciones para sostener un matrimonio fuerte para toda la vida como Dios desea.

Sabiduría vs. “Copia y pega” automático

La inspiración divina no es un recetario sino un soplo dinámico y liberador que trasciende las ansias de control y sistematización de la teología. Si cada copo de nieve es diferente entre sí ¡Qué podemos decir de las personas y de la obra del Espíritu en ellas!

Las palabras que Jesús dirige a diferentes personas en los evangelios varían entre sí. No suelen ser fórmulas para todo y para todos. Depende de a quien le hable…  A uno le pedirá vender todo y dárselo a los pobres para obtener la vida eterna (Mateo 10, 21) … mientras que a otro le dirá “tu fe te ha salvado” (Mt. 9, 22) sin que tenga que vender nada. A una mujer le dirá: “ni yo te condeno”. (Juan 8, 11) mientras que a unos legalistas religiosos les señala como “generación de víboras” (Mt. 12, 34). A uno le sanará poniéndole barro con saliva y mandándole a un estanque (Juan 9, 6-12). Otra será sanada tocando su manto y resucitará a la hija de Jairo solo con palabras (Lucas 8). No hay fórmulas ni repetición de pautas concretas. Pero en todos los casos hay restauración.

Adoptar una mentalidad genuinamente bíblica de pertinencia nos dispondrá a nuevas posibilidades: ¿Cómo se conecta lo que estoy leyendo con mis circunstancias?  ¿Qué verdades de Dios debería yo aplicar al leer esta historia? ¿Qué elementos de la narración tenían que ver con asunciones de aquellas culturas y cuáles me hablan a mí? ¿Qué resultado obtengo al filtrar lo que leo desde Jesús?

Acercarnos a La Biblia con esfuerzo y sabiduría suena decepcionante para quienes fueron educados en una Biblia de mensaje siempre claro y evidente. Esta es una idea más confortable, sin duda. Y es cierto que una aplicación sencilla y literal de lo leído será una buena opción en muchas ocasiones. Pero La Biblia se contextualiza, avanza y se adapta a lo largo de sus historias. Buscar sabiduría para su aplicación siempre fue el plan A y entender otra cosa es solo una proyección irreal de nuestros anhelos de certeza simplista para todas nuestras preguntas.

Que hoy existan más de 20.000 denominaciones cristianas debería hacernos sospechar que quizás no todo está tan claro en La Biblia. Algunas cosas sí lo están, pero otras no. Y es posible que un propósito en todo esto sea que podamos aprender a convivir con más fe y menos certezas de las que nos gustarían. Y esto puede ser maravilloso para nuestras comunidades de amor centradas en Jesús.

Algo que sí vemos claro en Las Escrituras es la búsqueda de sabiduría (Proverbios 8: 22–31). La búsqueda del discernimiento para abordar cada conflicto va desde el Edén hasta el fin de los tiempos. De hecho, Las Escrituras presentan a Cristo como la sabiduría misma encarnada de Dios (1ª Co. 1, 24), pues Él es la pauta para abordar todo conflicto. Él el filtro con el que discernimos y buscamos la paz.

Una fe viva y real debe acostumbrarse a que la presencia de Dios no dependa de disponer de un versículo-solución para cada problema. No siempre será posible. La fe es un peregrinaje valiente que toma en cuenta el misterio y que adora gracias también a ese misterio. La fe es la confianza en aquello que no se ve y en lo que aún se espera (Hebreos 11, 1). Y todo eso es Jesús. En Él tenemos todo lo necesario para caminar en el día a día.

En el siguiente artículo «Barbaridades de La Biblia en el nombre de Dios» nos acercaremos a La Ley del Antiguo Testamento y a textos atroces, algunos a menudo tapados en el ámbito cristiano. Trataremos de comprender por qué y para qué están ahí.

[1] Algunas reflexiones de este artículo en concreto se inspiran en el libro How the Biblie Actually Works (Cómo funciona realmente La Biblia) de Peter Enns

[2] J. Gnilka, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia, ver­sión es español de C. Ruiz-Garrido, 2.ª ed., Herder, Barcelona, 1995, p. 272

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